68 y 43: de la negatividad al poder positivo

Por Víctor Hugo Gaytán Martínez* 

Representaciones de la negatividad: 68 y 43. Uno y otro cuentan con diversas posiciones contextuales. El 68 es una fecha, las fechas no son precisamente negaciones, son ubicaciones temporales y, por tanto, se encuentran como números positivos; no se puede hablar de menos 68, aunque hablemos del pasado: el 68 trasciende como positivo en el tiempo y encuentra además su positividad como Movimiento.

El 43 tampoco puede ser negativo, es un sólido y enérgico número que se quedará en la memoria y en la incansable búsqueda, reclamo, conciencia, alerta: y no es que sea un Movimiento más, es también, para nuestro tiempo, El Movimiento. Ambos números, 43 y 68, al no ser negativos, sin embargo, representan a la negatividad, negatividad relacionada con la capacidad de gobernar. Quiero decir: la negatividad (percibida) de aquellos números es resultado de la incapacidad de saber gobernar. No podemos obviar que quienes median y producen la negatividad son, al inicio y final, quienes gobiernan: aunque poseen una legitimidad positiva congratulada por la democracia representativa, y nada más, su inefectividad los ha vuelto ilegítimos, negativos.

Repasemos y ampliemos. 68 y 43 tienen consigo la dicotomía de la positividad y la negatividad, esta última compartida desde quienes gobiernan: estos transmiten negatividad, se han vuelto la enfermedad. En algún momento se ha dicho: el Estado es un mal necesario. No creo, con tanto, que el estado sea necesario, no queda duda que sigue siendo un mal. Éste se ha puesto en el compromiso de gobernar para lo positividad, para los buenos resultados; pero, como los números negativos, restan en lugar de sumar. Es más, en el gobierno-Estado es evidente una doble negatividad: ni gobiernan para los buenos resultados (resultados mínimos que se difuminan en su gigantesca negatividad), ni gobiernan para que el pueblo consiga sus buenos y propios resultados. Por el contrario, el Estado se caracteriza por la ausencia, el abandono, presencia represiva o negligencia. Nuevamente: están legitimados por la positividad (positividad más como fuente del derecho que como virtud) de la democracia representativa (por cierto, secuestrada desde hace algunos años por un grupo de plutócratas), y ahora los podemos ver en número rojos, números que significan pérdidas, principalmente en los desprotegidos, los que habitan las calles, los barrios, las colonias pobres, la “ciudadanía precaria”.

Si para nosotros un número como el 68 es preocupante por la dicotomía dicha; por el ambiente fresco de la empatía, la solidaridad y la trascendencia del problema de nuestros días, el 43 se convierte en algo más que un número. Va más allá de la cantidad (43 es igual y superior a los miles de pérdidas), es una dificultad de la presencia de un Estado represor (presente en cuanto tal, ausente en cuanto a sus responsabilidades de administrador público y gestor de las necesidades de la ciudadanía) por las vías de la violencia física, psicológica, cultural, política y económica.

El 43, vale agregar, encarna la realidad y se sobrepone a la “verdad oficial” que, como verdad, es absolutamente descartada por las evidencias generadas desde sus años de “existencia”.

No podemos confiar en la verdad oficial porque lo único verdadero de ella es su oficialidad; esa verdad tiene un contenido de falsificaciones (ficciones) para contener la caída de la oficialidad: falsificaciones discursivas y de falta de evidencias; o bien, de evidencias elaboradas para crear el discurso de verdad. Póngase atención, por ejemplo, en cómo se inculpa a las personas por medios “investigativos” detestables como la tortura, para generar resultados, para poder decir: “quédense tranquilos, hemos encontrado a los culpables y serán castigados (otra vez)… que la vida siga (algo de esto defendió el entonces Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam [y el todavía presidente Enrique Peña Nieto] quien tuvo que renunciar a su cargo, porque éste se volvió muy pesado después de su mentira histórica en cuanto a los 43 estudiantes desaparecidos de Guerrero)”. Y si esto no es suficiente, tienen además el apoyo de algunos medios de comunicación y de uno que otro “confundido”.

Sin hacer apología de la delincuencia, dejemos constancia que cuando las cosas no salen como se espera en la interacción gobierno-narcotraficantes, se buscan y encuentran las personas “indicadas” con las cuales sostener la verdad oficial: las personas, como se ha encontrado en diversos estudios, que pertenecen a la escala más baja, hablando de clases sociales, son quienes padecen el ciclo de la victimización: primero padecen pobreza, hambre; después padecen la situación de vestir, mirar o caminar de tal forma y ser sospechosos de cometer tal delito como si les quedara fuerza para delinquir ¡y de qué forma! Reprimir y desaparecer estudiantes y personas no es una tarea nada sencilla, y claro, requiere de magnas energías oficiales.

Ni perdón, ni olvido

Así pues, nos levantamos para decirle al Estado que la humanidad lastimada no se rige por el perdón, ni por la pérdida de memoria (veáse “El poder sobre la memoria” texto publicado en este mismo medio). El 68 y el 43 siempre existirán porque se han vuelto un Uno en la colectividad. Son pues más que números, son la representación donde la traición del Estado queda explícitamente dibujada, donde ellos son uno, y nosotros somos otros. Es decir, el pueblo ha sido excluido del gobierno para ser nada representados, sino gobernados por astutos capitalistas que se han apoderado de lo que les fue confiado. Sus consecuencias son graves, no solo nos hemos divido pueblo-gobierno, sino que al mismo pueblo lo quieren partir en gajos, gajos por ahora unidos por el hilo fuerte del dolor y la esperanza.

Ya no nos regimos por la confianza (consúltese los estudios sobre cultura política: gobernantes, partidos políticos, son los actores en los que menos se confía, y es, creo, lógico, no es que sean merecedores de la medalla de la confianza), nos regimos por la contingencia de “¿qué va a pasar-nos?”. Y luego nos llaman “pueblo injusto”, que “no comprendemos la dificultad de gobernar”, pero qué quieren que hagamos, ¡que nos arrodillemos a ellos!; ¿¡no es suficiente con que desaparezcan a nuestras familias, a nuestros compañeros estudiantes, y que además los golpeen y los titulen como delincuentes!? Y luego otros defensores del Estado y del capitalismo, dicen: “deberían exigir sin violencia, la violencia genera más violencia”. Yo les respondería como Camus: “la no violencia consolida negativamente la servidumbre y sus violencias”. Es pues la verdad de aquellos defensores del Estado escondite de la contundente realidad de que la compasión de quienes gobiernan es inexistente y que, como si les dirigiéramos plegarias, ellos no escuchan. Se han vuelto sordos en mundo de gritos; se han vuelto ciegos en un mundo rojo sangre; han perdido el tacto y no sienten dolor; han perdido el gusto por la vida y nos regalan muerte; huelen la riqueza y la saborean, mientras desprecian el olor de la pobreza que ellos mismos han generado.

Y para completar esta baraja de ficciones y verdades, ha dicho en algún momento un acaudalado: hemos declarado la lucha de clases y la estamos ganando. Y su lucha de clases no ha impedido que utilicen otro tipo de guerras y armas para poder ganar. Luchan con su propia invención (el crimen) y nos integran y desintegran en el momento conveniente: los daños colaterales son números como los ya mencionados, ahí sí participamos en su lucha y en sus “balas perdidas” dejamos de participar para siempre.

Nos querían enterrar, pero somos semilla

Cuando con mis compañeras/os universitarios tomamos escuelas en diversos lugares del país para solidarizarnos y reclamar, juntos, la aparición con vida de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, nuevamente se vio que la vida deja de girar en torno de uno mismo para ser de los demás, que los espacios de aprendizaje ya no son sólo en las aulas escolares.

Volviendo a las marcas memorísticas, hace algunos años, me decía una amiga: la vida, la acción, está en las calles. Pero no le daba el sentido que debía a esa valiosa frase. Comprendía: “sí, claro, ahí está la acción del pueblo y es como podemos influir, estar con los otros, ser entre los otros un poco más que individuos”. Pero añadiéndole algo más de atención y acción a “la vida en las calles”, toma otro significado: las semillas no nacen y crecen bajo la sombra de la casa, de un salón de clase y la oficina, hay que sembrar la vida en las calles, hacerla germinar y crecer en ella, a la exposición del sol, exponer a él nuestros cuerpos: las calles son nuestras.

Somos semilla cuando estamos en las calles, eso nos lo enseñaron los 43 de Ayotzinapa y otras generaciones de estudiantes, trabajadores/as, mujeres. Con ellos ha germinado algo que sigue creciendo. Y, volviendo a los números (positivos), han hecho de los 26 de cada año, un punto de inflexión para regar las plantas y hacer germinar las semillas que siguen enterradas. La negatividad, después de todo, se vuelve poder positivo en la medida de nuestra continuidad en el activismo y rebeldía social y política.

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