Anecdotario 9. Conversaciones y (auto)conspiraciones

Por: Hugo Gaytán Martínez*

–¿Qué  has pensado en estos días?

–Sinceramente la pasión por una persona puede acabar con tus pensamientos o puede hacerte explotar. He tenido ambas experiencias: juntas, se incomodan. Pero lo que más he sentido, a modo de poner en evidencia a quien se puede culpar, es que mis pensamientos han explotado para llegar a la nada, a la insignificancia.

Déjame explicar. Muchas cosas y nada a la vez significan la misma insignificancia a la que he llegado y que he intentado demostrar con una serie conjeturas como lanzadas al aire: he entrado en un terreno ya pisado. He tratado de meter mi mente incipiente, prematuramente, a un campo amplio donde no sé para dónde y por qué tener que correr si, al parecer, nadie me está siguiendo. Este campo, este espacio, la magnitud de la distancia ilimitada, donde mi vista puede ver ya sus propios límites, es terreno ya explorado por otras mentes más que han corrido o caminado como buscando algo, como encontrando en el suelo cualquier cosa y que, en una suerte de vuelta a casa, han podido examinar.

En serio te digo que he quedado pasmado algunas veces (la mayoría) al no encontrar más respuestas rápidas de las que quisiera. Mi característica (maldita-eterna) es que soy prematuro. Quiero las cosas rápidas cuando sé, como en realidad es, que el momento sólo es del momento. Difícilmente podemos apoderarnos del tiempo y de la realidad. De tanto, igual, los deseos no comprenden, su capacidad de entendimiento está atada a las pasiones.

Te cuento, ahora que estamos solos, que la vida que al momento llevo es de mucha satisfacción. Pero hay algo que no me deja ser feliz y por lo cual seguiré luchando por otro tiempo más: es la felicidad de mis otros. Me siento tan responsable de sus pesares y me pesa ser irresponsable con ellos. Elegí una puerta que no tiene regreso y de la cual tampoco encuentro salida.

Pero bueno, ¿qué tiene que ver la pasión por una persona?

Pues que ha complicado la búsqueda de respuestas cuando a ella también le dedicas tiempo. Es un tiempo que ya no se puede cambiar ni regresar. Pensé alguna vez que ahora sería muy útil una máquina del tiempo en la cual pueda recuperar un poco de ese tiempo que, a pesar de todo, no considero perdido. Existe la urgencia de la máquina del tiempo para hacer una especie de paralelaje con aquello, claro, en otro tiempo pero en el presente mismo, esto para pensar en aquello y lo que toca ahora. Se comprende.

–Amigo, hay momentos en que te noto desesperado, cuando tú bien sabes que la desesperación te quita energías; energías que pueden ser muy útiles para tus cavilaciones y otras ociosidades. Recuerda que tienes la faena de pensar muchas cosas que ya no sean nada.

–Entiendo tu objeción, pero te ruego me des tiempo. Hay cosas que no se pueden evitar por el simple hecho de decirles que no, y es mucho peor cuando se trata de los pensamientos. Sabes tú también que los pensamientos no siempre son tuyos, surgen de la nada, de aquello que no controlas, es el lado independiente de tu ser. Cuando pienso en los otros, por ejemplo, a veces no quisiera pensarlos en la situación que me casusa dolor, pero eso, eso es indefendible dentro de mí. Es como si de pronto un volcán hiciera erupción y se incorporara en todo mi cuerpo; la lava se distribuye por mis articulaciones y lo único que me queda es irme a sentar. A veces una buena compañía existente o imaginaria es buen acompañante y con sus historias (a veces felices, otras veces tristes) me olvido de aquellos momentos, pero luego vuelvo al campo de batalla donde tal dolor se vuelve impenetrable. Sus trincheras están a prueba de pura voluntad.

He querido saber qué es esta nada. Últimamente las sugerencias de aquellas personas existentes e imaginarias han sido útiles, pero mi inmadurez otra vez me regresa a la realidad, al desconcierto. Ninguna respuesta es suficiente. Quizá tengo una pulsión sobre la insuficiencia-suficiencia: perfección. No lo sé, pero voy lento, muy lento, y es algo que debes entender. Y ya que andamos en la imaginación, recrea dentro de tu mente la función como cuando vas en una lancha que solo direccionas respecto a donde quieres llegar, esperas una buena corriente para avanzar, pero en tus esfuerzos, en lo que imprimes para llegar más rápido, no sirve de nada. Estás a disposición de las olas; cuando la corriente va en contra tuya es aún más complicado. Está bien: la paciencia no es sólo una característica de los sabios, es también de los ganadores de la vida, de los virtuosos, pero hay que saber maniobrar con ella. Los tiempos pueden ser tuyos cuando comprendes que los tiempos son volátiles, sorpresivos, impredecibles.

Seguiré, no obstante, buscando la nada. Al yo relativo (o Absoluto), recurriré a la embriaguez y a los sueños, pero no te aseguro nada, porque ni siquiera sé si es esto; y tampoco sé si esto que se sugiere, realmente es lo que es. Viajando en el mundo de las ideas, en la complejidad de lo simple como diría otro gran amigo, puede resultar una idea nada real (observa cómo es posible juntar estas palabras: idea, nada, real; empíricamente se sabe que interactúan pero no se sabe si forman parte de la misma naturaleza -¿es necesario? ¿es la respuesta?-) Es decir, aunque encuentre y nombre esa extraña cosa, no importa mucho. Trabaja por su propia cuenta, se alimenta del pasado y, cada presente alimentado del pasado que pasa, lo fortalece. ¿Ves? Es como llevar una lucha infinita que puede terminar con la muerte. Tú podrías pensar: “¿y por qué no matas ese monstruo o demonio o lo que sea que sea?” Claro, me gustaría hacerlo, como lo harías tú también, sin embargo, es un monstruo o demonio que no muere con la única fórmula de un antídoto antimonstruos o de una jugada maestra; debo confesarte, más bien, que en la búsqueda de su muerte encontraré la mía antes que la de él. ¡Eso es! ¡Eso es!, y ese es el miedo, ¿por qué no pensar que en la muerte de la cosa, de la nada, del monstruo o del demonio no estaré yo encontrándome a mí mismo con aquello y, con esto, sacrificándome?

­–Estás loco, amigo.

–No estoy loco y si estuviera loco te diría que ya hubiera intentado la hazaña. Si estuviera loco ya hubiera enfrentado al monstruo y, seguramente, hubiera muerto junto con él. Si estuviera loco, el mismo monstruo me desconocería y así vil cobarde hasta huiría; se escabulliría para salvar su pellejo y se asomaría cada vez que me viera la espalda. Pero no, en el infortunio de mi vida no estoy loco y no puedo enfrentar al monstruo. Estoy, en cambio, propenso a las vicisitudes de su andar y aparecer. Estoy propenso a sus apariciones y a mis brincos, cual miedoso, de su encuentro. Sólo puedo aceptar que es cosa de locos tener dentro de uno mismo la propia locura, es decir, aquella que se incorpora dentro de ti y que, en los momentos menos esperados, se aparece y salta sobre la mesa, tira la silla, corre y se esconde bajo la cama. Me gustaría ser esa locura en mí mismo, apoderarme de ella o apoderarme con ella, bailar y cantar al mismo ritmo como amigos de antaño que han vuelto a coordinar sus desmanes; me gustaría ser aquella locura a la que no le tenga miedo, con la que pueda platicar como yo mismo. Pero esto es imposible. Ahora más bien, estoy pensando que ahí donde ahora pudiera estar escondida, sería el momento preciso para darle con un puñal, un machete o algo que lo atraviese; pero… dime, amigo, ¿qué pasaría si ese alguien, con máscara, no es más que mi yo burlándose de mi misma debilidad como si fuera prueba improbable?

Mira las condiciones. Tienes a tu otro yo dentro de ti, que es , pero que es independiente a ti, excepto hasta la muerte. Piensa a ese yo tramposo, pues, como una prueba para ti: prueba de vida, como si fuera el Dios de pruebas. Él está ahí para observar tus debilidades, tus fuerzas en la inmediatez y en la prolongación. La cosa está, luego, incomodando dentro de ti, pero siendo tú. Llega el momento de vengarte (de ti, aunque todavía no lo sabes ciertamente), tienes la oportunidad cuando está bajo la cama de clavarle la estaca: no atinas y reaparece del otro lado de la cama con sangre en la cara; tú, con tu inteligencia (la poca que tienes) infieres que saldrá del otro lado como respuesta a la amenaza; entonces, te lanzas hacia él con la estaca en mano que acercas en cuestión de segundos a su pecho; en tu lanzamiento, en la inercia, en el vuelo, levantas la cara: la estaca está a unos centímetros del pecho y cuando giras la cabeza te das cuenta que esa cosa es tú.

Tu mismo rostro, tu mismo gesto desesperado en la desesperanza, tu misma rutina diaria la ves reflejada ahí; toda tu postura ante el público queda iluminada en ese momento, en ese preciso momento¸ cuando tienes el mango de la estaca entre tus cinco dedos de la mano más audaz, la que rara vez falla, la que se mantiene segura ante cualquier indicación. Te das cuenta que eres tú con tu gesto más impresionante de sorpresa. Pues tu yo te esperaba pero no esperaba que lo hicieras. Él pensaba, seguramente, que antes de lanzarte lo mirarías a la cara y te detendrías. Él pensaba, porque todas las noches, mañanas y tardes, se la ha pasado vigilándote, que no lo harías. Que te detendrías. Que lo pensarías mil veces. Él te pensaba cobarde y tú como cobarde aceptarías el reto pero no llegarías más lejos. Su desatino, su desconocimiento de ti, invertido, fallaría.

Llegaría, sin embargo, el momento de reírse de ti, nuevamente; otra vez, pero ahora frente a ti, ya sin la máscara, sólo con una cubierta de sangre en la cara, pues recuerda el episodio heroico cuando lo rozaste con la punta de la estaca. La sangre corriendo por su frente y soltando carcajadas porque sabía, él sabía que eras un imbécil y, aparte, un cobarde. Él sabía que lo más fuerte que has tenido, hasta ahora, es la paciencia, pero hasta ahí has llegado. Y con esa paciencia esperarías a que saliera. Pero también sabía que después de salir de la cama lo verías a la cara y te detendrías. Sí, te detendrías. Pero no lo hiciste, así como tú fallaste la primera vez, él falló por segunda vez: la primera al no estudiarte responsablemente, al analizarte, al confiarse (al final, pues, te das cuenta que él es tú en otra de tus facetas sólo para ese justo instante); la segunda vez, cuando salió pensando bajo la cama, casi empezando a reírse de ti, confiado de tu cobardía, de tu miedo; olvidó algo: eres prematuro. Y prematura también fue su salida. Bien pudo alejarse unos metros más arrastrándose al nivel de la parte más baja de la cama, pero no lo hizo y salió en seguida. La prueba se volvió, así, improbable. Apenas te empezabas a conocer y ¡qué bien te conociste! en la excepción de la muerte, o más bien, en su integración a su muerte. Alcanzaste la muerte, pues, en la punta de la estaca. Apenas te viste cambiando la sonrisa a la apertura de tus ojos, casi desprendiendo lágrimas, dejaste de ser tú. La oportunidad llegó y se fue. Hay, pues, dos opciones: conocer el monstruo, la nada, y dejar de existir con ella, o no moverse, seguir el camino con la cabeza abajo…

Desradicalizaré la idea de un amigo y sólo tomaré su ejemplo caricaturesco: cuando el coyote, la caricatura, sabe que está en el precipicio, fuera de él y mira hacia abajo, es cuando sabe que ha sido su fin¸ es el momento de caer.

Así el yo, o , así el monstruo, lo que es una fracción y todo de la soledad. Cuando por fin  se (le) conoce a sí mismo, se acabó el tiempo, tú tiempo. Al parecer es posible elegir sólo una cosa porque el tiempo va como tren sin regreso: conocer o desconocer: al final, si aún no te das cuenta, llegas al mismo resultado: el tren cae el precipicio y… la historia próxima la desconocemos.

*Colaborador